domingo, 5 de mayo de 2013

Cuadernos de España: La historia de Manuel Ramírez, el albañil que vino de Galaroza

Manuel del Corazón de Jesús Ramírez nació en el pueblo de Galaroza, provincia de Huelva, Andalucía, España, en algún momento entre 1878 y 1882. Por tradición familiar, es decir la herencia de sus relatos vivaces y nostálgicos, nos enteramos que siendo ya un mozo grande emigró hacia La Línea de la Concepción, esa población fronteriza con las posesiones británicas del Peñón de Gibraltar, para trabajar en la albañilería, en obras que se realizaban adentro mismo de la base militar extranjera.


De esa época recordaba algunas manifestaciones de la prepotencia imperial inglesa, como cuando un ingeniero de esa nacionalidad planteaba la hipótesis de tender un formidable puente que cruzara el Mediterráneo y ante los argumentos de un constructor español –“que no se puede, porque el mar es muy profundo”- metió una mano en una bolsa y sacando un puñado de libras esterlinas de oro explicaba: “se puede si ponemos un pilar aquí y (con otro puñado de oro) ponemos otro más allá…”; a lo que el hispánico le contestó “bueno señor, así se puede…”

Por ese tiempo Manuel Ramírez conoció a una muchacha llamada Catalina Muñoz, nacida en Estepona, un poblado marítimo cercano a La Línea, se enamoraron y se casaron.

El futuro no se presentaba halagüeño ni seguro para el joven matrimonio. No se sabe si por sugerencia de algún familiar o amigo de Galaroza, o tal vez de algún compañero de tareas en el Peñón, lo cierto es que Manuel decidió partir hacia la búsqueda de un destino mejor en la Argentina. Según los registros del Centro de Estudios Migratorios Latino Americanos (CEMLA) tomados del Hotel de Inmigrantes de la ciudad de Buenos Aires, Manuel habría llegado al puerto argentino el 1 de febrero de 1908, en el vapor Algerie, procedente de Gibraltar; en tanto que su esposa Catalina y el pequeño hijo de la pareja, Manolo, de pocos meses de vida, parecen haber arribado en el mismo barco el 1 de agosto de ese año. (Estos datos son potenciales, porque si bien los nombres aparecen claramente registrados, tanto en el caso de Manuel como de Catalina las edades apuntadas en la base de datos no corresponden con la realidad, lo que puede adjudicarse a errores del momento en que se asentaban los ingresos).

Una vez en Buenos Aires el joven Manuel Ramírez habría de conseguir trabajo en su profesión de albañil (o alarife) y tras los primeros años de mucho sacrificio puso su pequeña empresa de construcciones y compró una casa con salón comercial sobre la calle Baunes al 1.100, entre las de Andonaegui y Campillo, en el barrio de Agronomía (cerca de la facultad de Agronomía y Veterinaria, de la Universidad de Buenos Aires) en una zona de la ciudad donde en las primeras décadas del siglo 20 todavía el crecimiento urbano era lento. En el salón comercial se instaló una despensa (tienda de artículos de alimentación) con el nombre de “Modelo”.

La familia de Manuel y Catalina se agrandó en tierras argentinas, en 1909 nació María (ese era su único nombre, se la llamaba familiarmente Mariquita) y en 1916 llegó María de los Angeles (conocida como Angelita, en el núcleo familiar).

Los años fueron pasando, Mariquita (que estudió corte y confección) se casó con Gervasio Victoriano Tomás Espinosa, maestro de escuela primaria y profesor de Castellano y Literatura, en noviembre de 1930. Por su parte Manolo, aquel niño que había llegado de España, y que seguía los pasos de su padre en el oficio de albañil y constructor, se casó con Celia (su apellido no lo tiene registrado este cronista).

Para septiembre de 1931, Mariquita y Gervasio tuvieron su primer hijo, Pedro Gervasio Felipe, o sea el primer nieto de Manuel y Catalina.

Aquellos habrán sido tiempos de bienestar para Manuel, el albañil cachonero (gentilicio de los nacidos en Galaroza) inmigrante en Buenos Aires. Seguramente muy orgulloso de la familia que había logrado construir los hizo arreglarse a todos (esposa, hijos, yerno, nuera y nieto) y marchó hacia una coqueta casa de fotografías en el centro del barrio de Villa Urquiza , de esas con galería o estudio para los retratos de familia, y se hizo tomar la clásica foto de familia. Aparecen de pie, de izquierda a derecha, Angelita (todavía soltera), Gervasio y Mariquita; Celia y Manolo; sentados: doña Catalina y don Manuel, entre ambos, parado sobre un taburete, el pequeñín Pedro (“Pojo” o “Piojo” le decían). La imagen debe hacer sido realizada entre septiembre de 1932 y enero de 1933 (Pedro había nacido el 13 de septiembre de 1931 y para entonces tiene no mucho más de un año y meses de vida).

De la maravillosa toma se hicieron varias copias, en principio una para cada hijo; pero hubo una copia que cruzó el Atlántico, en el camino inverso al que habían Manuel, Catalina y Manolo en 1908. En algún momento, muy probablemente antes de los desgarradores y tumultuosos años de la Guerra Civil, esa copia llegó al pueblo de Almonaster la Real, muy cercano a Galaroza, donde vivían María de los Angeles Ramírez Olivera (hermana de Manuel) y sus hijas Felicitas Trujillo Ramírez y María de los Angeles Trujillo Ramírez, nacidas en 1913 y 1916, primas de Manolo, Mariquita y Angelita.

Esa foto se conservó con mucho cuidado y fue, durante más de 75 años, motivo de evocación e incógnita. La hermana de Manuel del Corazón de Jesús, primero, y sus hijas (sobrinas del albañil emigrante, claro) muchísimas veces se asomaron al retrato y observando con curiosidad y atención los rasgos de los parientes se preguntaron, tantas veces, ¿qué habrá sido de los parientes de la Argentina? La misma inquietud fue heredada por María de los Ángeles Díaz Trujillo (hija de Felicitas, sobrina de Manuel), también llamada Angelita en el seno familiar, que muchas veces les mostró la misma foto a sus hijos Manuel Jesús Valle Díaz, Felicitas Valle Díaz y Cipriano Valle Díaz (de su matrimonio con el fabricante de sillas sevillanas Manuel Valle Muñiz, con quien se radicó en Galaroza hace más de 40 años.

La foto tomada en el barrio de Villa Urquiza que alguna vez cruzó el mar hacia Almonaster la Real recaló finalmente en la casa de la calle Avenida de los Carpinteros 60, de Galaroza, provincia de Huelva, España. La imagen, nítida y testimonial, aguardó allí hasta abril de 2013. Esperaba un reencuentro con la historia familiar.

La familia de Manuel y Catalina, en Buenos Aires, siguió creciendo, por los matrimonios de sus hijos y la llegada de más nietos. Mariquita y Gervasio tuvieron tres hijos más: Catalina (como la abuela) nacida en 1935 y fallecida tempranamente en 1946; Gervasio (como el padre) nacido en 1942 y Carlos, nacido en 1950. El matrimonio de Manolo y Celia se radicó en el pueblo de Villaguay, en la provincia argentina de Entre Ríos, y allá tuvieron sus tres hijos: Manuel (como el abuelo y el padre, conocido como Lolo, fallecido joven en 1966); Margarita y Criselma.


Angelita (María de los Angeles Ramírez) se casó con el joven cartero Julio Gaspar Verheust y tuvo dos hijas: María (1944-2003) y Susana, nacida en 1951.

Doña Catalina murió joven, con no más de 60 años, en 1939; su esposo Manuel (el albañil de Galaroza) le sobrevivió hasta 1954, viviendo con su hija Mariquita y su familia, ya retirado de toda actividad una vez que un traspié financiero lo obligó a cerrar la despensa y vender la casa de la calle Bauness.

Sus condiciones de albañil no las perdió nunca y siempre estuvo dispuesto a levantar alguna pared o hacer un arreglo en las casas de sus hijas. También aplicaba su talento y ocupaba sus horas libres en la confección de sillas de cemento, representando ramas de árboles. Pero además desarrolló una intensa actividad como carpintero doméstico, que tuvo una de sus máximas expresiones en el enorme mueble biblioteca realizado para su yerno Gervasio (el maestro y profesor de lenguas, gran coleccionista de libros); así como en la talla artesanal de empuñaduras de bastón con la forma de cabecitas humanas.

No era muy locuaz don Manuel Ramírez, hablaba lo justo y necesario, pero cada tanto recordaba aspectos de su Galaroza natal: los peros (una variedad de manzanas), las bestias de corral que en cada casa se cuidaban con celo, la fuente de los 12 caños en el centro del pueblo y… el gazpacho. De las pocas pertenencias que había traído desde España se conservó en la familia una cuchara de madera, especialmente tallada para tomar gazpacho precisamente, con la inicial “R” de su apellido, claramente grabada.

Como ya se h dicho Manuel Ramírez murió en 1954, y su recuerdo quedó en sus hijos, y de alguna manera en sus nietos.

El paso del tiempo se fue llevando a esos vástagos de Manuel y Catalina. María (Mariquita), Manuel (Manolo) y María de los Angeles (Angelita) se fueron de este suelo terrenal entre 1981 y 1998.

Las urgencias de la vida, el derrotero de sus familias y sus propios hijos, las duras alternativas de la subsistencia en la Argentina entre 1976 y 1983, con sucesivas crisis posteriores, hicieron que los nietos de aquel Manuel, albañil de Galaroza, desatendieran su memoria.

En 1985 el primer nieto del matrimonio de inmigrantes andaluces, aquel Pedro de la foto de 1932, estuvo por pocas horas en Sevilla y no tuvo suerte cuando consultó en la oficina de informes turísticos acerca de cómo llegar a Galaroza: le dijeron que no tenía bus hasta un par de días más tarde y tuvo que descartar una incursión al pueblo del abuelo.

Pasaron 28 años y otro nieto de Manuel y Catalina, también hijo de Mariquita y Gervasio, pudo llegar a Galaroza.







En este punto quiero poner el relato en primera persona. Yo soy Carlos Espinosa, el menor de los hijos de Mariquita y Gervasio, también el más chico de los nietos de Manuel Ramírez, el albañil cachonero que se vino a la Argentina. Nací en 1950 y mi abuelo murió en 1954, así que mis recuerdos de su presencia en casa son escasos. Lo tengo presente sentado en la vereda de la casa de la calle Olazábal al 4.400 (en el barrio de Villa Urquiza, de la ciudad de Buenos Aires) a unas 20 cuadras de aquella casa y despensa de la calle Bauness. Sacaba a la vereda una silla de madera con asiento de paja (o asiento de enea, como lo llaman en Galaroza y Sevilla) y pasaba allí largas horas, observando el movimiento del tránsito. Algunas veces mi madre me ponía a su cuidado, mientras yo jugaba en la misma vereda con algún caballito o carrito de madera, o si estaba en el largo patio haciendo travesuras. Pero, según recuerdo, no ponía mucho esmero en esa vigilancia y me parece, 58 años más tarde, escuchar a mamá regañando al abuelo porque yo, en un descuido suyo, me había empapado de la cabeza a los pies en la canilla del jardín.

Después de la muerte del abuelo algunos ecos de sus recuerdos andaluces se colaban en las conversaciones familiares de mi madre Mariquita y mi tía Angelita. El nombre del pueblo, Galaroza, sonaba lejano y prometedor.

Hace pocas semanas, en los primeros días de abril de este año 2013, estuve en Galaroza. En aquella oportunidad escribí lo siguiente, a la manera de una crónica urgente.



“Mis recuerdos de infancia tienen color y sonidos españoles. Mi madre, María Ramírez, hija de Manuel Ramírez, inmigrante andaluz llegado a Buenos Aires por 1908, recordaba dichos y algunos cantos populares de la tierra de sus padres; pero también las presencias de mi abuelo Manuel y de mi tío abuelo Nicomedes (hermano de Manuel) aportaban contenidos hispánicos, que se reforzaban en el ámbito familiar cuando venían de visita mi tía Angelita (hermana de mi madre, claro) o doña Antoñita, que era española y la madrina de mamá. Algunos platos de comida, como las torrejas y las natillas ; la devoción por figuras del canto popular como Marcelino Pan y Vino (Pablo Calvo), Joselito, Sarita Montiel, o la argentina Lolita Torres; y el interés permanente por las pocas noticias que por entonces llegaban de España a Buenos Aires, eran las frecuentes manifestaciones de lo hispánico en mi casa de la niñez.

Poco trato tuve con mi abuelo Manuel, que murió cuando yo tenía 4 años, pero el recuerdo familiar quedó ligado al poético nombre de su pueblo natal: Galaroza, en la provincia de Huelva.

En este año 2013, al armar el recorrido del viaje que estoy realizando por tierras españolas junto a mi mujer Dalia, descubrí que llegar a Galaroza no era imposible, por la tan corta distancia entre ese pueblo y la ciudad de Sevilla.

Fue así que el martes 9 de abril, a las 9 de la mañana, en un bus de la empresa Damas, salimos desde la terminal de Plaza de Armas de Sevilla rumbo a Galaroza. El cielo amenazaba con lluvias y el aire estaba fresco. Durante el viaje, entre colinas de verde abundante, el conductor y los pasajeros de los primeros asientos (un matrimonio y dos señores solos) matizaban comentarios sobre las lluvias, los controles sorpresivos de la policía por los excesos de velocidad y los negocios raros del esposo de la Infanta Real.

Yo sacaba fotos, admiraba los detalles de pequeños pueblos que iban pasando por el parabrisas, y me preguntaba –con cierta dosis de incertidumbre- si la excursión a las fuentes de la historia de mi abuelo Manuel tendría resultado favorable.

Con puntualidad llegamos a las 11 a una pequeña placita de Galaroza, pueblo de casas blancas y paredes compactas, con calles de pavimento y empedrado que suben y bajan de acuerdo con los caprichos de la topografía lugareña. Hacía frío.

Mientras Dalia comenzaba a registrar imágenes mi primera ocurrencia fue la de dirigirme a la Casa Parroquial, para consultar eventuales archivos de nacimientos, con la vaga idea de que mi abuelo habría nacido un 25 de diciembre (la fecha la tengo segura) allá por 1880 y pico…

Llegamos a la Parroquia, estrecha pero prolija, y no pudimos dar con el cura. Cruzando una placita (con la curiosa escultura que rinde homenaje a la Fiesta de los Jarritos) entramos en el Bar Andaluz. “No, aquí no doy de comer en días de semana, porque no tengo personal para esa finalidad…” contestó el hombre, ante mi consulta sobre un eventual almuerzo, un rato más tarde.

Después, ya roto el hielo inicial, le disparé la pregunta clave: “¿sabe usted si hay aquí alguna familia de apellido Ramírez?”. El mesonero puso su mejor cara de conocedor de temas sociales “cachoneros” (gentilicio de los nativos de Galaroza) y aseguró que “pues no, de ese apellido no conozco a nadie…” No satisfecho con la respuesta obtenida de su propia memoria tomó el teléfono móvil y llamó a “un gran amigo, el secretario del Juzgado de aquí” y repitió el interrogante. En este caso su semblante cambió y tuvo que admitir que “ah, bueno, claro que sí… los sapos son de apellido Ramírez…” y enseguida tuvo que explicarme que “hay una familia a la que todos conocemos como los sapos, son Villa Ramírez y puede encontrar alguno en la calle que sale por atrás de la fuente, subiendo…”

El punto siguiente de la excursión fue la admiración y documentación gráfica en torno a la fuente de los 12 caños, con su bullicio hídrico y correntoso.

Trepamos la cuesta, llegamos a una bien cuidada casita cuyo cartel de número reza “Familia Villa Ramírez”, y aunque el garaje estaba abierto, y sobre el portal descansaba un lampazo de piso con escurridor y todo, no había nadie por allí.

Decidimos dar una vuelta, para esperar el regreso de los habitantes. Al fondo de la calle que desemboca en la capilla divisamos una construcción de sólido frente de ladrillos y magnífico balcón cerrado, de esos que tanto nos gusta fotografiar. Allá fuimos.

Un poco más adelante, por la calle Gumersindo Márquez, el cartel en el frente de un local comercial nos propuso sabores apetitosos: “fábrica de jamones y embutidos”. Nos asomamos al interior, y el aspecto de turistas que andábamos ofreciendo (cámara en mano y mochila al hombro) fue el disparador para la gentil invitación de una afable señora que aparecía por detrás del mostrador. “Pasen y sírvanse una tapita de embutido casero…!” No nos resistimos, claro… en tanto la simpática tendera agregaba que “no puede irse sin probar nuestros sabores más tradicionales” y mientras ella y otra que apareció enseguida atendían a una clienta yo ensayé una explicación para mi gula: “no puedo dejar de probar los sabores del pueblo desde donde partió mi abuelo para Argentina”.

Este comentario abrió la charla, rica, espontánea, llena de información. En pocos minutos, al tanto que paladeábamos unas finas lonjas de embutido, nos pudimos enterar que en la Galaroza actual subsiste una familia de origen en los Ramírez, una las de los llamados “sapos” (“en todo pueblo hay apodos…”) ; pero también fuimos advertidos que “hay una señora que viene de los Ramírez, que es la esposa del dueño de la fábrica de sillas”. Y una de las clientas (porque para ese momento ya había una especie de asamblea a nuestro alrededor) sugirió que una tal María de Valdevarco, viuda de Ramírez, bien podía ser nuestra mejor informante.

Con estas pistas volvimos hasta el punto inicial: la pequeña plaza de pérgola en donde habíamos descendido del bus. Un portón cerrado nos hizo temer lo peor, que la hora del mediodía (ya eran las 12 y 20) impusiera la obligada pausa pueblerina y perdiésemos mucho tiempo, teniendo en cuenta que el único micro de la tarde de regreso a Sevilla pasaría un poco después de las 16,30.

Toqué un timbre y por el balcón me atendió una vecina cachonera. Pregunté por la María de Valdevarco, si vive por allí. “Está de viaje y no vuelve hasta la semana que viene…” explicó la mujer. “¿Y la fábrica de sillas?”quise saber, casi desalentado por la noticia. “Es ese portón de al lado, hágalo correr y pase nomás”, aportó la dama del balcón.

Un espeso portón corredizo cedió con facilidad y adentro el escenario se presentó cubierto de sillas de alto respaldo de madera y asiento de paja tejida. Un operario emergió de atrás de la pila de sillas. Explicó que no es el dueño… pero enseguida apareció un muchacho de nariz afilada y gesto atento. “Yo soy el dueño ¿en qué lo puedo servir?”.

Urgido por la necesidad de establecer un contacto que rápidamente me permitiese saber si estaba en la pista segura, ansioso por la hora, fui muy concreto al presentarme más o menos así: “Quiero saber si usted es de apellido Ramírez, porque vengo de Argentina buscando familiares de mi abuelo Manuel Ramírez que se fue de aquí hace más de 100 años”.

El muchacho sonrió y estrechándome la mano anunció “vamos a hablar con mi madre, porque puede ser que resultemos parientes… vamos arriba a la casa, porque ella tiene una foto…”

Mientras subíamos las escaleras pensaba que podría encontrarme con algún rastro quizás confuso y una foto borrosa, de esas que casi no permiten reconocer rostros. “Ven, mamá, que acá hay una gente de Argentina que puede ser pariente tuya… ¿dónde tienes esa foto que tantas veces me has mostrado?”.

La madre del muchacho, que salió de su cocina con el delantal, me miró un par de segundos, y enseguida buscó en un estante de su cristalero del salón de recibir.

“Acá está la foto…. ¿usted reconoce a alguien?” me dijo mientras me extendía un cuadrito de cartón con la foto en sepia… , donde al instante ubiqué a mi abuelo Manuel, mi abuela Catalina, mi madre María, mi padre Gervasio, mi tía Angelita, mi tío Manuel y mi tía Celia; y un pequeño subido al apoyabrazos: ¡mi hermano Pedro! Aquella típica foto familiar para mandar a los parientes del otro lado del mar….

Cuando hice la presentación de todos los personajes de la foto… la mujer me dio un abrazo fuerte y sentenció “Somos parientes, válgame Dios, tantos años esperando este momento y tantas veces que mi pobrecita madre, que en Paz descanse, mirando la foto se preguntaba que habría sido de su tío Manuel…”

La charla se prolongó durante casi 4 horas, matizada con tapas, cerveza, un arrocito con setas, naranjas y café…. Tiempo esencial para enterarnos que esta simpática y afectuosa mujer se llama María de los Angeles Díaz Trujillo, de 72 años, hija de Felicitas Trujillo Ramírez, nacida en 1913, y nieta de María de los Angeles Ramírez Olivera (sin fecha conocida de natalicio), hermana de mi abuelo Manuel. Es decir que nuestros abuelos maternos (varón el mío y mujer el de ella) fueron hermanos; que nuestras madres eran primas hermanas y nosotros somos primos segundos.

María de los Angeles nos contó que no conoció a su abuela Ramírez, pero su madre atesoraba el cuadro (llegado a España en algún momento de la década del ’30) y lo miraba cada tanto y suspiraba y se preguntaba por el destino de aquel tío que tampoco había conocido pero le inspiraba curiosidad por la lejanía y la imaginación de sus vidas.

Felicitas (la madre de María de los Angeles) tuvo una hermana: Angelita Trujillo Ramírez, nacida en 1916. Felicitas se casó con Cipriano Díaz Sanchez y tuvo dos hijos: María de los Angeles Díaz Trujillo (nuestra anfitriona) y Manuel Diaz Trujillo, de 67 años, que vive en Barcelona.

María de los Angeles nació en Almonaster la Real, a 12 kilómetros de Galaroza, donde se refugió su madre con las dos hijas tras la muerte de su marido. Pero desde hace 50 años vive en Galaroza, donde murió su madre, y se casó con Manuel Valle Muñiz, tercera generación de fabricantes de sillas valencianas. Tuvieron tres hijos: Manuel Jesús (al frente del taller); Felicitas (trabajaba en el taller, pero ahora “de paro” por las pocas ventas); y Cipriano, técnico informático que vive en Sevilla.



María de los Angeles, mi prima andaluza, es una mujer jovial, charlatana, amable… fue un gusto encontrarla.

Todavía, más de 10 horas después, me dura la emoción de haber encontrado esa foto de mi familia, con mis abuelos Ramírez y Muñoz, mis padres tan jóvenes, mis tíos y mi hermano mayor, acá en el seno de una familia andaluza, en aquel pueblo de bello nombre que por primera vez escuché cuando era niño.”



Aquella foto, la que mandó tomar mi abuelo Manuel Ramírez en Buenos Aires más o menos para 1933, la que había esperado más de 75 años el momento del encuentro, había cumplido su misión, actuando como ADN gráfico para la identificación del parentesco.

Una semana después de la breve pero tan emotiva visita a Galaroza, ya en Barcelona (punto final de nuestro recorrido por España) pude conocer a Manuel Díaz rujillo, otro primo, hermano de Angelita. Con su esposa Emilia y su nieto Francisco fueron a nuestro encuentro en el centro de Barcelona (viven en Vic a unos 60 kilómetros) y compartimos una agradable charla y café en la confitería de la esquina de La Pedrera, sobre el Paseo de Gracia.

Más recientemente, al tomar contacto con la página de facebook “Cachoneros.. ¿y tú de quien eres?” me encontré con otro primo: Juan Manuel Pablos Domínguez, nieto de María de los Angeles Trujillo Ramírez (sobrina de mi abuelo), hijo de Angeles Domínguez (prima de mi madre Mariquita). Este primo Manolo es historiador de Galaroza, así que estoy de parabienes recibiendo sus notas con abundante información.



Creo que todavía me falta terminar de componer el árbol familiar cachonero. Pero estoy muy feliz con tanto descubrimiento y afecto. Me he prometido volver a Galaroza lo antes posible. Tengo 62 años y no hay mucho tiempo que perder.



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