jueves, 7 de febrero de 2013

Por el río Negro, entre Patagones y Viedma; desde Maullín a Quenuir, en el sur de Chile

Los pueblos costeños que pierden su conciencia fluvial corren el serio riesgo de abandonar su identidad y naufragar en la peor y más traumática de las anomias sociales: el desconocimiento de su origen y el extrañamiento de toda vocación por reconocerse en si mismos y en los otros. Los ríos son sustento de fundaciones pretéritas y alimento espiritual para el constante estímulo por los desafíos inmediatos. La corriente de los ríos transmite energía a los hombres, potencia sus virtudes y engrandece sus capacidades creativas. A la vera de los ríos (de los grandes ríos, claro) nacen y crecen poetas, músicos, artesanos, pintores… navegantes sin temor, aventureros de lo distinto, exploradores de puertos impensados.


Yo vivo en las costas de uno de los ríos más importantes de la Patagonia argentina, el río Negro, y cada tanto disfruto del breve viaje entre las dos orillas a bordo de las lanchas para pasajeros que realizan un servicio permanente, desde el amanecer y hasta bien entrada la noche. La ceremonia de la navegación fluvial tiene sus encantos, arranca con el juego de atar y desatar nudos con la ondulante boa de soga en los maderos del muelle y sigue con la diestra maniobra del barquero al trazar la necesaria elipse que sortea bancos riesgosos y busca senderos acuáticos de segura profundidad, con la proa erguida como la nariz de un delfín que olfatea vientos propicios y sigue una senda sólo visible a los ojos del timonel. Las aguas borbotean con alegría tras la hélice de la lancha y la cabina se mece ensoñadoramente, como si el histórico cauce nos estuviera saludando. Los pasajeros intercambian breves comentarios sobre los temas del día y la radio encendida permite enterarse acerca de los datos del clima, sin que falten las charlas con el patrón de la embarcación (solitario lanchero que cumple todas las funciones) acerca del partido de fútbol que pasó o el que se viene, el costo de la vida y otras cuestiones de imperiosa actualidad. El cruce entre Carmen de Patagones y Viedma demanda no más de cinco minutos, pero me permite un reconfortante contacto con la realidad fluvial. Cientos de habitantes de la comarca lo realizan, todos los días, por necesidades laborales, estudiantiles y del amor.


   

En Maullín, ese rincón del sur chileno que se abre al Pacífico desde el río del mismo nombre, no quise perderme el cruce en la barcaza, una chata metálica de unos 18 metros de eslora, entre el muelle del pueblo (allí al borde de la Plaza de Armas) y la localidad de Quenuir, hacia el noreste, sobre uno de los extremos del amplio estuario que desemboca en la Bahía de Maullín. Es un trayecto de 45 minutos de duración, navegando en las aguas del río-mar y sobre el borde mismo de la barra donde se mezclan las corrientes fluviales y oceánicas. El servicio se presta varias veces al día y es utilizado por toda la gente que necesita realizar ese traslado, por compras y negocios, ocupaciones, cuestiones de salud y compromisos sociales ineludibles. Aquel mediodía que nos embarcamos (Patricia Medina, nuestra anfitriona, Dalia y yo) el marinero de cubierta advertía que “partimos de regreso a las cuatro y no a las tres, porque hay un sepelio”, de manera de facilitarle la asistencia a las exequias a los deudos y amigos de una anciana fallecida en el otro extremo del cruce.


La embarcación tiene una cabina con capacidad para unos 30 pasajeros, y los que no se pueden acomodar allí lo hacen sobre la proa, al borde de la planchada, sentados sobre banquitos plásticos, entre un abigarrado cargamento de variopinto contenido: una heladera, botellones de gas envasado, bolsas de harina, un colchón y ropa de cama, cajas de alimentos y redes de pesca. Los viajeros respiran familiaridad y en sus conversaciones se rescatan los tópicos comunes de la vida pueblerina, noticias sobre embarazos y nacimientos, el alejamiento necesario de los jóvenes, el rencuentro del tiempo estival en torno a la mesa, las buenas faenas de la pesca que alegran los bolsillos.

La vibración monocorde del robusto motor cambia y se potencia, como si fuera el clímax operístico de los timbales, cuando la barcaza enfrenta los vientos y olas de la desembocadura. Hay algún bamboleo que sólo sobresalta a los novicios (como nosotros) y pronto está a la vista el muelle de Quenuir.

Atrás quedaron las playas de Pangal, la observación de numerosas bandadas de flamencos, patos, cisnes, pelícanos y otras aves, el cruce con lanchas de pescadores que salen o entran en la bahía en el cotidiano tráfago por la subsistencia, las fotos que procura capturar el curioso cronista y la charla amena con la amiga, matizada con toques de humor.

En el territorio de la otra orilla vamos a reconfortar estómagos con unas riquísimas empanadas de pescado, recién fritas y crocantes, servidas en un prolijo quiosco de la plaza; y un poco más adelante nos dejaremos sorprender por unos frescos jugos de frambuesa , licuados a la vista del cliente, en un impecable emprendimiento familiar. Quenuir no tiene bares ni cocinerías, pero reemplaza esa carencia con afecto y buenos modales.

Más tarde vamos a subir una empinada cuesta hasta el barrio alto, donde Patricia se reencuentra con la casita de madera que fue el primer nido familiar en la zona. Admiramos la vista panorámica del estuario y nos refrescamos a la sombra de añosa arboleda, cerca del muelle del regreso, donde nuestra amiga es reconocida por antiguos usuarios de la biblioteca.

El viaje del retorno permite nuevas valoraciones del paisaje acuático, con el contraste luminoso de los colores de las orillas. Vuelven pensativos quienes han participado del entierro de la vecina, los chiquillos acusan el cansancio de la media tarde y reclaman sus meriendas, hay un grupo de adolescentes que aprovecha para dormitar, y otros jóvenes hacen planes para una reunión de la noche.

Un cartel, sobre la puerta del compartimiento sanitario de la barcaza, llama la atención del cronista y dispara algunas divagaciones acerca del contenido de la palabra “bienestar” en determinadas circunstancias de la vida. El barco se acerca a Maullín, la ceremonia está a punto de culminar. El viajero se siente recompensado en su conciencia fluvial. Los ríos nos unen. Desde el Atlántico he podido estar en la boca misma del Pacífico por algunos minutos. Es cierto: la corriente de los ríos transmite energía a los hombres, potencia sus virtudes y engrandece sus capacidades creativas.











Arriba: distintas escenas del paseo fluvial de Maullín a Quenuir, abajo el cartelito inspirador en la puerta del compartimiento sanitario de la barcaza. ¿Cuál es el "bienestar" del pasajero que se tiene que aguantar las urgencias del intestino?






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