viernes, 8 de febrero de 2013

Historias de "turcos" en Maullín, muy similares a las nuestras

Aquí en la Patagonia argentina denominamos genéricamente como “turcos” a los inmigrantes sirio-libaneses y sus descendientes, llegados en número importante en los primeros años del siglo XX y especializados en tareas mercantiles. Ya sabemos que no es lo mismo un libanés que un turco, y para peor estos últimos ocasionaron profundas heridas físicas y espirituales al pueblo sirio-libanés ligado al culto católico, por cuestiones de intolerancia religiosa. Pero cuando aquellos empezaron a llegar al país en las oficinas de inmigración presentaban pasaportes de Turquía (pues venían del Imperio Otomano) y, además, los empleados de ese organismo sabían muy poco de geografía humana, y así se acuñó esa denominación que los mismos libaneses criollos aceptaron con resignación.

Hay “turcos” por todas partes, y en Maullín, al sur de Chile, encontramos un digno y apreciado representante de la colectividad, respetado y distinguido en su comunidad, donde la historia de su familia tiene largo reconocimiento.
Cuando se transita por la calle central de este pueblo de pescadores, enfrente de la Plaza de Armas, es imposible no detenerse para apreciar la estética de un formidable local comercial que se identifica con un visible letrero que proclama su nombre: “Tienda y Almacén La Flor del Día”.



Desde el exterior es posible percatarse de la variedad del repertorio comercial que el negocio ofrece. Las pilas de bolsos de plástico y ollas de aluminio que se asoman hacia la vereda proponen viajes y comidas, como dos elementos indispensables de la vida; mientras en uno de los escaparates el tiempo está acuartelado en una decena de relojes de diferente tamaño y comparte espacio con calculadoras, cuchillos de pescador y termos, cubriendo un abanico de utilidades esenciales. Uno se imagina que en el interior de “La Flor del Día” se podrá encontrar con todo lo imprescindible para la subsistencia y el arraigo. La idea es acertada, pues basta trasponer el umbral para dejarse sorprender por aromas, colores y texturas que traen reminiscencias de todos los mares del mundo, como si fuera la bodega de un buque que acaba de completar un espléndido periplo de aprovisionamiento.



Al frente del almacén “La Flor del Día” está don Nahib Soza, (83 años) hijo del fundador de la empresa, don Teófilo Soza Jomsi, inmigrante libanés que llegó a Chile –por Argentina- hacia 1925 y se radicó en Maullín un par de años después, para abrir el local en 1935.
En la charla generosa, en la que don Nahib se brinda sin esconder emotividad después de reconocer en Dalia los rasgos distintivos de la mujer árabe (“Esa cara me lo dice todo” afirmó) surge la explicación sobre el equívoco en los nombres y apellidos de su padre, cuestión muy común con los “turcos” de la Patagonia argentina. “Mi papá se llamaba Shafik Zaine Jomsi y no sabía leer ni escribir en español, cuando llegó a la oficina de migraciones en Chile le exigieron que escribiera su nombre y apellido, o al menos que lo dijera con claridad. No quería volverse a Mendoza y entonces, en la desesperación, de acordó de un compañero de trabajo en la cosecha de trigo que era de apellido Soza y así fue que se hizo llamar Teófilo Soza y con ese nombre lo dejaron entrar y así se llamó para el resto de su vida” contó.
En la puerta de ingreso a la casa familiar, al lado del comercio, una antigua placa de bronce tiene grabado “Teófilo Soza J.” como para que no queden dudas de la aceptación del nombre inventado, a pesar del dolor y desarraigo que le habrá significado la pérdida de su identidad familiar.
Nuestro anfitrión, don Nahib, se prodigó en detalles del relato de su vida. “Había comenzado estudios de leyes en Santiago y volví en 1950 porque mi padre, ya mayor, me necesitaba en el negocio, y aquí estoy, desde entonces” señala, ya sin pena, aunque advierte cabizbajo que “después de mí no queda nadie” porque sus hermanos ya murieron y de sus tres hijos, dos mujeres están radicadas en el norte de Chile (“de chicas no querían saber nada con el comercio y ahora cada una tiene su propio negocio y les va muy bien”) y el único varón eligió el camino de las armas y es general de Carabineros, dato que confirma con inocultable orgullo.
También recordó que su padre le exigía que aprendiese a leer y hablar en la lengua del Líbano, y que le pagaba 10 centavos por cada vocablo incorporado a su saber. “Después yo leía en voz alta las noticias que nos llegaban en un diario de Beirut y una vez pasé un papelón terrible porque la información decía que habían atentado contra la vida del presidente de Egipto, Nasser, mientras estaba en la ducha y yo interpreté mal un signo de una letra y dije que estaba en la chucha…” confesó, entre risas.
Cuando en la charla se integra Patricia Medina nos invita a pasar al interior de la casa, para mostrarnos un sorprendente salón con pinturas decorativas sobre las paredes de madera, que su padre le encargó a un artista analfabeto y autodidacta, del mismo Maullín, para iluminar el ambiente en donde se reunía toda la familia para compartir la bien surtida mesa de delicias culinarias orientales.
Una pequeña operación comercial –Dalia compró una olla “arrocera” de aluminio- selló el vínculo y concretó el acercamiento entre dos descendientes de “turcos”, una mujer argentina nacida en el seno de una familia libanesa-mapuche en el sur de Río Negro, y un hombre chileno hijo de un libanés y una hija de alemanes, allá en el sur chileno, sobre el litoral del Pacífico. “A una paisana le tengo que hacer descuento…” aseguró el buen comerciante, mientras rebajaba un diez por ciento el valor del producto.
Hubo, en el abrazo de despedida entre Dalia y don Nahib, un aliento de antiguas sangres familiares, como una alianza de historias comunes; porque seguramente la visitante argentina reconoció en el “turco” maullinense algunos modismos y gestos de su añorado abuelo Elías Chaina, fundador del pueblo rionegrino de Clemente Onelli.




 
Más tarde, internándome en las páginas del libro “Maullín, ecos y voces del pasado” de Andrea Soto Toledo encontré datos sobre los tiempos de pobreza y sacrificio de Shafik Zaine  Jomsi (Teófilo Soza J.) y su amigo Ramón Atala (de origen sirio) con sus respectivas proles. “…cuando llegaban los barcos a Maullín con mercadería y las frutas, que eran muy escasas, es que con  don Ramón compraban juntos y luego se repartían la fruta. Si compraban una sandía, se repartía entre las dos familias”. También está en esa obra (pag. 68) explicado el origen del nombre de la casa comercial  “…que proviene de una linda flor denominada ‘Trigidia Pavonia’ que dura sólo un día. El nombre del emporio fue seleccionado por la familia Soza debido a la similitud de abrir y cerrar el negocio durante un día”.  Referencias que me acercaron a muchas de las nobles historias de esfuerzos e improntas similares, entre los “turcos” de nuestras mesetas y valles, narradas con maestría por mi amigo Elías Chucair, patriarca de las letras patagónicas argentinas.

2 comentarios:

  1. Querido Carlos,

    Gracias por hacernos partícipes de este hermoso viaje con tus crónicas y tus fotos! Cuántas historias entrañables, cuántas vidas que son gestas de lo cotidiano, merecedoras de memoria. Insisto en considerarte un pionero literario binacional. Estas andanzas y estos escritos confirman el título. Un saludo a Dalia, que por lo visto está siempre acompañándote con una sonrisa. Abrazo para los dos. Ramón.

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  2. Caramba: "pionero literario binacional" !

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